Poetas con tendencias escatológicas
y otros que han hallado musicalidad para los nombres carentes de exornación.
Pero mis favoritos son unos genios anónimos del urbanismo vanguardista, resueltos a abolir las distancias.
Domingo. Hace varios días que no vemos el sol. Voy al parque cerca de casa aprovechando su retorno y que mi gripe mejoró. Prefiero el mediodía, cuando la gente se va a comer y queda casi abandonado. A la sombra está fresco, y al sol quema. El clima está hecho mierda. Elijo sol. Elijo una vista privilegiada que muestra el parque y la ciudad. Leo y cada tanto repaso el cuadro que componen edificios nubes y cielo. Ahí abajo hay una pista de skate. Ruidos de tablas y niños. Hay mini-bicis también. Mientras leo escucho los sonidos de la pista: nítidos, precisos. Detengo lectura para atender a las acrobacias y me invaden cantos de pájaro, distintos tipos, se los oye muy animados. Están sobre unos eucaliptos, hurgo con la vista entre las ramas en lo alto, del interior de un auto estacionado me llegan los acordes de un tango.
Guardo el libro y cierro los ojos.
Mirabeau que se había hecho famoso entre los médicos y los estudiantes de medicina del Hôtel-Dieu gracias a una cualidad especial: a cambio de una taza de café estaba siempre dispuesto a copular en la mesa de disección con cualquier cadáver de mujer. (¿Es más loco, o menos loco, por lo de la taza de café?). Un día, sin embargo, Mirabeau demostró que era un cobarde: Flaubert cuenta que no fue capaz de cumplir su promesa la vez que tuvo que hacerlo con el cadáver de una mujer guillotinada. Es de suponer que le ofrecieron dos tazas de café, un poco más de azúcar, hasta un trago de cognac, digo yo. (¿Demuestra esto que estaba más cuerdo, o más loco? Me refiero a su necesidad de una cara por mucho que esa cara estuviese muerta.)
Julian Barnes. El loro de Flaubert, fragmento.