
Es temprano y camino siguiendo un grupo de perros. Son tres, van del otro lado de la avenida y no se parecen entre sí. Juegan o se pelean, o juegan a que se pelean mientras avanzan haciendo altos para olfatear bolsas de basura, o árboles y ruedas de autos donde dejar señales. Último va uno blanco con manchas marrones claras. Destella de limpio y es el más bajo de los tres.
Una nena pasa entre los animales llevando de la mano a su hermano menor que se suelta de repente y corre. Una carrerita corta para abrazar al petizo pulcro. Ha echado los brazos alrededor del cuello de su amigo y lo retiene apretado como si fuera suyo, como el que quiere a más no poder.
Los perros parecen ver ángeles o dioses donde nosotros vemos niños, se entregan a ellos con una especie de vergüenza o resignación. Este abrazo dura unos segundos eternos. Los otros perros la hermana y yo miramos la escena, porque no hay mundo fuera de esto.
Hasta que lo suelta y parte a reunirse sonriente con su hermana. Todo vuelve a funcionar. Los autos pasan delatando el frío por sus escapes, los hermanos siguen su viaje de la mano, los perros se alejan, convertidos en gacelas locas, y yo camino en otra dirección por una calle lateral. Mis labios siguen en silencio, pero con una sensación agradable.